Crítica de Sangre en la Boca

Ramón Alvia es un boxeador profesional que, si bien ha ganado varios campeonatos internacionales, ya tiene casi 40 años y está al final de su carrera. Su esposa e  hijos pretenden que se retire y se dedique a otra actividad. Él se resiste y cree que puede seguir con su carrera. En el gimnasio, Ramón descubre entre los jóvenes boxeadores a Deborah, quien le hace sentir que recupera su vigor, abandona a su familia y se enfrenta con su manager.

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Unos planos detalle muestran la preparación de los guantes y del equipo para la última pelea del Tigre, un boxeador en el último tramo de su vida púgil. La cámara lo acompaña bien de cerca en cada round –pegada al peleador, como Creed-, pero sus golpes y velocidad ya no son los de antes, con lo que un combate contra un retador de poca monta se extiende más de la cuenta. Lo gana, sí, pero al precio de demostrar al público que los años no vinieron solos, algo que quienes lo rodeaban tenían claro y por ese motivo este era el último round antes del retiro. El título de campeón sudamericano sigue en su casa de Avellaneda, pero ese cinturón no logra llenar el vacío que produce la jubilación anticipada que le fue impuesta. La vida de civil no es para Ramón Alvia. Eso, un tópico recurrente en el cine de boxeo, será uno de los disparadores de Sangre en la Boca, una película que elige una estrategia dudosa para alcanzar un cometido más profundo, pero que se queda con las manos vacías.

El Tigre vuelve a los entrenamientos para no perder la forma y allí ve a Deborah, un proyecto de boxeadora que le genera una atracción magnética. Pronto empiezan una relación sexual, con énfasis en lo segundo, que a él lo lleva a aislarse. Sigue yendo al gimnasio pero su entrenador ya no tiene peso, ni hablar de su familia. Elige pasar sus noches fuera de casa, con lo que empieza a distanciarse de su esposa italiana y sus dos hijos. Estos, evidentemente, son un faro de la vida que no quiere, la del retiro, la de abrir un negocio de artículos de boxeo, la que requiere que aprenda a usar una máquina registradora o que sus logros deportivos se vuelvan un cartel en el que la gente puede meter su cara y sacarse una foto. Sin embargo, estos son puntos que le corresponde unir al espectador, dado que la cámara de Hernán Belón (El Campo) está puesta en otro lado.

El director pone el foco principalmente en las escenas de sexo entre los personajes de Leonardo Sbaraglia y Eva De Dominici, las cuales son incontables. El film no termina de ser uno de boxeo o de un peleador de cara al ocaso de su vida deportiva, sino que se elige enfatizar el drama erótico, lo cual le resta fuerza a cada uno de los golpes que quiere asestar. La crisis familiar está retaceada y hay poco o nada respecto al conflicto con su entrenador, mientras que la exploración sobre Deborah es superficial –daba para algo más- y se elige mostrarla solo como una joven impulsiva, que tiene sus problemas personales pero que son parte del pasado. Por el contrario, tienen relaciones una y otra vez, con mucho vigor, otras veces con bastante violencia. Sbaraglia pone el pecho a la historia, cubierto de músculos y con el ímpetu que Ramón Alvia necesita, aunque la que pone el cuerpo literalmente es De Dominici, que se pasa buena parte de la película desnuda.

Hay sólidos trabajos de parte de los secundarios, con los confiables Osmar Núñez y Claudio Rissi, sin embargo se los siente desaprovechados. El guión de Belón y Marcelo Pitrola –basado en el cuento homónimo de Milagros Socorro– se apoya en lo sexual y deja a un lado el resto, con lo que las decisiones del Tigre, su situación familiar y su regreso al cuadrilátero –siempre se vuelve para una pelea más- se sienten apresurados, ni hablar del desenlace. La atención al costado carnal deja a su suerte a otras facetas de la historia, en las que el film pretende sostenerse pero sin apuntalarlas antes.

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