Crítica de El Bar

9:00 horas. Un grupo de personas absolutamente heterogéneo desayuna en un bar en el centro de Madrid. Uno de ellos tiene prisa; al salir por la puerta recibe un disparo en la cabeza. Nadie se atreve a socorrerle. Están atrapados.

El Bar

El vasco Álex de la Iglesia vuelve a las carteleras con lo que es un nuevo relato de su viejo «terror iconoclasta». El bar es la ya redundante confirmación del efectivo estilo del director, que mezcla las tramas del suspense con el humor desubicado bajo un cierto halo místico, y a pesar de la reiteración de su forma de hacer películas siempre es capaz de entregar algo conocido sin parodiarse a sí mismo.

Ocho personas quedan atrapadas en un bar bajo la amenaza de un peligro que desconocen. Este es el punto de ataque para que De la Iglesia juegue a ser el Tarantino de Reservoir Dogs o The Hateful Eight y exprima hasta saciarse el espacio en el que se desarrolla el relato. La historia no se encuentra acotada a un solo lugar sino a tres y cada vez que se pasa de uno al otro ya no se vuelve al anterior. En cada uno de ellos va espesándose la atmósfera tensa, tanto por lo que ocurre en el propio lugar como en el otro, el cual solo se puede imaginar a través del sonido que llega.

El conflicto del film se encuentra inmediatamente seguido a la presentación de estos personajes «asaineteados», teatralizados, que problema va problema viene terminan completamente transformados en virtud de los disentimientos que encontrarán entre ellos, con el objetivo de comprender qué sucede y cómo solucionarlo. A medida que corran los minutos, tal complicación central pasa a ser una mera anécdota que el espectador deja de lado para llevar la atención hacia los conflictos caricaturescos, aunque sombríos, entre los propios personajes.

El Bar

Sello indudable del cineasta pero que vale la pena mencionar es el vuelco progresivo del tono teatral al más brutal terror, un giro sutil pero intenso cuando uno de pronto cae en aquello que está contemplando, con el que el humor va desapareciendo poco a poco, lo absurdo de los personajes que antes manifestaba la risa se vuelve razón de incomodidad y sufrimiento. Este quiebre, dado después de la mitad de la trama, replica a su vez en el paso de planos cortos y rápidos bajo la plena luz del día a unos más abiertos y oscuros que refuerzan el miedo al espacio.

Resulta admirable de la dirección del realizador la forma en que logra dar lugar a nuevos conflictos en forma constante y gracias a su ácido humor no llega a saturar, a excepción del último tercio de la obra donde toda risa ha sido dejada de lado expresando dichas consecuencias. Lo que habla de la ineludible capacidad del director de integrar su humor irreverente y desubicado.

Decir que Alex De la Iglesia se repite con El Bar, a pesar de ser acertado, acarrea una connotación despectiva, y aún así demuestra que no son solo sus recursos sino cómo los utiliza y cómo a pesar de los años tiene el mismo resultado que en sus comienzos. Aquel que conoce su estilo puede seguir deleitándose en el mismo, con su intención es parodiar al ser humano, a la religión, desmistificar, reirse hasta asustarse. La iconoclastía de Alex De La Iglesia.

estrella4

 

 

 

 

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