Crítica de Gauguin: viaje a Tahití

Paul Gauguin se siente sofocado por la atmósfera imperante en París en el año 1891. Necesita autenticidad para renovar su arte. Al no poder convencer a su esposa y sus cinco hijos de que lo sigan, se dirige solo a Tahití.

«El impulso de seguir el propio deseo»

El pintor post-impresionista Paul Gauguin, cansado y aburrido de la París de fin del siglo XIX, atravesada por la plena Belle Epoque, abandona por decisión propia la ciudad de la luz y se encamina hacia la Polinesia Francesa, donde buscará reencontrar la inspiración perdida tiempo atrás. La concepción de Edouard Deluc no se trata de un biopic convencional, ya que el retrato del artista se centrará únicamente en el primer viaje de a Tahiti, entre 1891 y 1893. Luego sucedería un posterior exilio de la isla, a la que regresaría para pasar los últimos días de su vida.

A lo largo del periplo de adaptación a su nuevo entorno en su primer viaje, el film transita los diferentes estados de ánimo que atraviesa el pintor -creador incansable-, dominados por una gran melancolía que acentuará momentos de dificultad en la isla: la soledad que padece, sus sacrificios económicos, su débil salud, su desenfreno por pintar y el recuerdo de la incomprensión de sus pares, una sensación distante pero hiriente, allá en Europa. Todo ese cúmulo de sensaciones encontradas, confrontado con el llamado de las fuerzas creativas de su interior.

Esta mirada que elige el director, con abundantes tiempos muertos y un espíritu contemplativo, enfoca la odisea de un hombre particular inserto en tierras extranjeras, al tiempo que se relaciona con sus lugareños hasta convertirse en uno más de ellos. La cámara de Deluc consigue sacar gran estilismo visual de esos paisajes y habitantes exóticos. Una cuidada fotografía y una música que prevalece mediante instrumentos de viento y percusión tradicionales, son rubros técnicos inmejorables que colaboran a ambientar la historia, mediante secuencias que parecen auténticos cuadros.

No existe una única respuesta, ni un exclusivo posible sentido cuando nos referimos a la inspiración de cada artista, sabemos que el acto creativo se encuentra fuera de toda racionalización. Entonces, como medir tan alto nivel de entrega directamente proporcional a la frustración que sufre el artista cuando su arte, de una u otra manera, no hace mella en determinado tiempo histórico. Este acercamiento permite una descripción del microcosmos del pintor en donde, sin la justa recompensa, su vida se desgasta. Gauguin se encontraba en una etapa crucial de su vida, de manera que el paradigma del artista atormentado que se convierte en el epicentro de su propio infierno, reinventándose a sí mismo, cobra validez nuevamente.

Vincent Cassel, es un enorme actor que asume el reto con enorme solvencia, sabiendo cómo dotar de intensidad a cada personaje que ha interpretado a lo largo de su distinguida carrera. Aquí encuentra el tono justo para interpretar a un artista mundialmente conocido, que busca reencontrarse con su pintura, en un terreno libre y rupestre, lejos de los encorsetados códigos morales de la Europa de fin de siglo. Allí es donde Cassel encuentra la hondura necesaria para reflejar ese hastío, en las antípodas de los mandatos estéticos del occidente civilizado y fuera de todo paradigma socio político conocido para su entorno. La selva es el ámbito de la pobreza, de la enfermedad, de lo salvaje y lo impredecible, y Gauguin lo abraza como su próximo destino artístico. Para salir de la autocomplacencia debe cruzar el océano, literalmente, y entregarse a una experiencia vital renovadora y necesariamente catártica.

No debemos olvidar el aura de artista maldito con el que cargó el pintor durante su existencia, como muchos otros de su clase que fueron incomprendidos en su época, examinados por las altas clases sociales y justamente reconocidos luego de su muerte. Este hombre es un artista en conflicto con sus ideales, con el sistema y con su propia sangre, convirtiéndose en un trasgresor que enfrenta sus propias limitaciones. Pese a que la película no profundiza demasiado en determinadas cuestiones (y podemos criticar ciertas decisiones narrativas) se ve la intención de Gauguin por romper con las etiquetas de clase y retarse a sí mismo para reencontrar aquello que más ama ser y hacer.

La película muestra el trasfondo de la historia de amor que vive el artista, cómo esa relación con la joven nativa (que en realidad era bastante menor de lo que se muestra), amante, musa y compañera. La joven lugareña fue protagonista de los cuadros más celebres de aquella etapa como «El espíritu de los muertos vela», «La melancolía» y «Ave María», inspirándolo a lo largo de este viaje de autoconocimiento. Paralelamente, su gran remedio constituyó un gran mal: una vertiginosa caída terminó por destruir el último bastión de resistencia en Gauguin, más tarde y sin rastros de entereza psicológica fue repatriado a Francia.

La dimensión que brinda Cassel sobre el personaje está hecha de profundos contrastes como la vida de todo artista, incluso en detrimento de su estabilidad mental; un retrato sobre un hombre enfrentado al ideal de época, aferrado al don de su arte, en parte su talismán que lo retroalimenta y en parte su inexpugnable condena. Allí, en sus zonas más recónditas, el film gana notable hondura, al iluminar la figura de un personaje plagado de imperfecciones.

El hastío por lo convencional y el desencanto que provoca lo superficial llevó a Gauguin a naufragar en tierras lejanas. De la prisión que representaban las cadenas bajo las que opera el sistema del que huyó, en contraposición al estado de pureza y desintoxicación que representa la aldea en la Polinesia. En su viaje a Tahití observamos un artista en estado absolutamente romántico, sin las ataduras que condicionen su arte. Sin necesidad de impostar dicha rebeldía, la ruptura con sus lazos de pertenencia lo convertirían en un mártir de su propio arte.

estrella3

 

 

 

 

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