Crítica de An Interview with God

Un prometedor periodista encuentra su mundo y su fe cada vez más desafiados cuando se le otorga la entrevista de su vida, con alguien que dice ser Dios.

¡Y NO ERA MORGAN FREEMAN!

Dirigida por Perry Lang y protagonizada por David Strathairn y Brenton Thwaites, An Interview with God nos trae la historia de un joven y ascendente periodista, quien obtiene la entrevista de su vida: nada menos que con alguien que se atribuye ser Dios.

Para el corresponsal, lo palpable de la muerte a su alrededor, al regreso de su cruda experiencia en medio de un conflicto bélico, pondrá a prueba su capacidad de fe y la credulidad acerca del más allá. Con la mentada cita con Dios, como desafío profesional ineludible trabajando como reportero de un importante medio de la ciudad, el protagonista verá tambalear su credulidad en un camino de auténtica redención personal.

La curiosidad que despierta este tipo de propuestas cinematográficas nos traslada a un terreno existencialista inmortalizado por Ingmar Bergman en The Seventh Seal (1957) y su recordado juego de ajedrez con la muerte. De allí a esta parte uno podría mencionar una extensa galería de autores que han abordado dicha temática (pensemos en el cine de Woody Allen), de manera que los diálogos que el periodista y «Dios» mantienen no escapan a los lugares comunes y transitados sobre filosofía existencialista. Se trata de cuestiones dogmáticas que hemos evidenciado incontables oportunidades en la gran pantalla, inclusive desde la mirada fantástica de Tom Shadyac en la comedia Bruce Almighty (2003).

Luego de una introducción un tanto precipitada y desprolija, observamos el desarrollo de una trama que da lugar a la mencionada entrevista, fruto de una concertación por demás inverosímil. Pretexto para situar como punto de partida la reflexión acerca de los males que aquejan al mundo, la película se centra en el subibaja emocional que está atravesando nuestro conflictuado personaje como disparador de la trama. En un intento por indagar en la relación entre Dios y los hombres, el film se convierte -en última instancia- en un diálogo que el atribulado personaje establece con su propia conciencia.

Temas como el perdón a nuestros propios errores, la culpa, el destino y, en definitiva, la aceptación de uno mismo, van conformando los hilos narrativos de una trama ya transitada. Sin entrar demasiado en terrenos del análisis teológico (existirán algunas referencias bíblicas), el director confronta la figura del reportero: sus conflictos maritales y sus dilemas profesionales lo colocan en un lugar expuesto, en donde su vida necesita un forzoso cambio de rumbo.

Como buen inquisidor que se precie de serlo y ante la falta de respuestas acerca de interrogantes vitales, el periodista increpará a Dios acerca de asuntos como el libre albedrío, el pecado y el sentido de la vida. Strathairn, bajo su forma gentil, compasiva, sabia y metódica, compone a un Dios con apariencia mundana: hombre blanco, sencillo, correcto y de mediana edad. Cierto es que la chatura del argumento y lo previsible del desenlace envuelve al film en una atmósfera por demás edulcorada, aunque pretenda resolver el asunto de forma prolija.

El misterioso hombre, poco a poco, va cambiando la percepción que tiene del mundo el talentoso cronista. Esta revelación de vida para el personaje que interpreta Thwaites significa una epifanía por partida doble: a medida que ilumina su propio camino, descubre la verdadera identidad de ese ser enigmático que dice ser Dios. Morgan Freeman hay uno solo…

 

 

 

 

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Maximiliano Curcio

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