El por qué la crítica del mundo ha tenido un destrato inmerecido para con Cloud Atlas está por verse, lo cierto es que la última película de los hermanos Andy y Lana Wachowski junto a Tom Tykwer es un proyecto de una ambición enorme como no se ha visto en años. El capricho del autor de turno a veces permite que la solemnidad se tolere y la pobreza ideológica sea sostenida en pos de la aventura fílmica, no obstante de frente a esta épica cinematográfica es lo primero lo único que se ve, es el árbol que no deja ver el bosque de celuloide. Ante semejante esfuerzo titánico por plasmar una novela compleja a la gran pantalla, pareciera que sólo puede hacerse una reseña literaria –al material fuente, el libro de David Mitchell– para negar el valor del trabajo de los directores.
Un trío de realizadores que ya se han puesto detrás de proyectos infilmables en el pasado, con Matrix los norteamericanos y Perfume el alemán, se dan a esta difícil tarea de hacer fluir seis historias distanciadas por décadas o siglos con personajes diferentes, con el logro supremo de evitar que el desarrollo se resienta. En sus casi tres horas que nada pesan, la narrativa es limpia, sin rispideces. Se pasa con un correcto montaje de una época a la otra y la transición es perfecta, un aceitado mecanismo de relojería que se pone en marcha con firmeza sin descuidar el avance de la trama o dejar cabos sueltos en el crecimiento de sus protagonistas.
En su deseo voraz de explotar al máximo la premisa de su film -que todo está conectado-, los Wachowski y Tykwer proponen una instancia extrema que es a la vez caballo de batalla y principal inconveniente: las múltiples interpretaciones. Reconocidas figuras se embarcan en una propuesta que demanda que se adentren, de acuerdo a la época que corresponda, en cinco o seis papeles diferentes. Más allá de que hay un maquillaje de primera puesto al servicio de todos, incluso de los roles mínimos o secundarios –no importa cómo quieran disfrazarlo los opositores, hay muchos que recién se descubren en los créditos-, en ocasiones acaba por desaclimatar. Lo que es una decisión cinematográfica brillante, con la continuidad de las almas que se vuelve explícita, acaba en hiperbolizar ciertos rasgos faciales para marcar diferencias, provocando que en ocasiones lo que se vea sea menos un personaje que un actor con prótesis –el Tom Hanks con dientes postizos del 1800 es el caso más notorio-. Así, el no terminar de introducirnos plenamente con lo que ocurre frente a las cámaras lleva a que ciertos pasajes simplemente sucedan, sin mayor impacto sobre el espectador.
No obstante, no hay nada como Cloud Atlas. Más allá de la inconmensurable labor de sus protagonistas, que se sumergen por igual en papeles que quizás tienen segundos de pantalla, el profundizar en esta epopeya fílmica nos encuentra ante una cruza de géneros y estilos como nunca antes vista. Se salta de la comedia con Jim Broadbent a un thriller de suspenso con Halle Berry y Hugo Weaving, pasando por un romance de época con Ben Whishaw y James D’Arcy, por una trama política de ciencia ficción o por un drama existencial con algo de aventura. Perder de vista la grandeza de esta épica faraónica por poner en duda los cimientos filosóficos en los que se sostiene –new age se ha dicho-, es grave. Reclamar originalidad, autores y estilos propios, y no reconocerlos ni aunque nos golpeen en las narices, también.
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