Crítica de Jusqu’à la garde / Custodia Compartida

Myriam y Antoine se divorciaron. Ella solicita la custodia exclusiva de su hijo Julien para protegerlo de un padre que, según ella, es violento. Antoine defiende su caso como un padre despreciado, y el juez da su sentencia a favor de la custodia compartida. Rehén del creciente conflicto entre sus padres, el joven Julien se ve empujado a vivir situaciones límite.

Jusqu’à la garde abre con una escena de despacho. Cinco personajes forman parte de la situación: Miriam (Léa Drucker) y Antoine (Denis Ménochet) -madre y padre de Julien, ya separados-, junto a sus abogadas y frente a una jueza, discuten sobre la tenencia de su hijo. La cámara se ajusta al momento y al espacio con las mismas normas y formalidades allí planteadas: la duración de cada plano responde a la exposición de cada parte, pero también a cada interrupción, a cada silencio. Las posturas expresadas por ambas defensoras son igualmente válidas, no hay partidismo posible de nuestro lado ante este encare, estamos en terreno neutral. La misma neutralidad que va a ser puesta en jaque apenas minutos más tarde.

Lo maravilloso del planteo de Xavier Legrand en su ópera prima radica en la construcción de los puntos de vista y su propia mutación. El relato se forja principalmente a través de los ojos de Julien (Thomas Gioria), el hijo. El realizador parece usar la primera escena como pieza de contraste con el espectador, a medida que se suceden los encuentros entre Julien y Antoine. Cada pieza narrativa desarma la sensación de los primeros minutos y nos expone a un terreno que se vuelve incómodo, espeso. Legrand expande el conflicto, a medida que la coerción de la voluntad de Julien se ve alterada y oscurecida. Al mismo tiempo que el cuento encuentra en la sombra el hábitat para ser contado, el mundo diegético se abre y hace parte a cada pieza familiar como narradora, sobretodo al personaje de Miriam.

Thomas Gioria se apropia de cualquier adjetivo posible para definir lo que hace con su personaje. Encarnar a un niño cuya personalidad es secuestrada y sometida, es un desafío enorme que puede poner en riesgo el verosímil de la película, pero su interpretación de Julien consigue cancelar ese temor cada vez que aparece en pantalla. Legrand articula en montaje cada una de las aristas y hace que la tensión lo contamine todo. Hace uso del plano secuencia en una escena vestida de bálsamo, pero que no es otra cosa que el llamado del peligro, una amenaza desnuda y expuesta por el uso del sonido, y la ausencia de diálogo. Es a partir de esa escena que Legrand decide liberar a la bestia del laberinto, desatar la violencia y dejar entrar a las tinieblas.

La última media hora es un relato de horror real y cinemático en el que el director abraza el género de manera escalofriante. Las aguas de la ficción y la realidad entran en contacto, seducidas mutuamente. Todo se hace pesado, la respiración, el tiempo. Y en un parpadeo recordamos esa primera escena, como si perteneciera a otra historia. Quizás en parte lo sea, porque el horror no suele ser protocolar ni gusta de neutralidades. Quizás esa escena retrate la incapacidad resolutiva de la justicia y su insensibilidad social. Muchos otros «quizás» podrían ser peritos del análisis de ese comienzo, pero lo que Custodia Compartida demuestra es que, en este caso, la pura coincidencia respecto a la semejanza con hechos reales no existe; es sólo un lugar común del que deberán hacerse cargo otras historias.

estrella4

 

 

 

 

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