Crítica de El Cuento de las Comadrejas

Una bella estrella de la época dorada del cine, un actor en el ocaso de su vida, un escritor cinematográfico frustrado y un viejo director hacen lo imposible por conservar el mundo que han creado.

El Cuento de las Comadrejas, Juan José Campanella, Graciela Borges, Luis Brandoni, Oscar Martínez, Marcos Mundstock

Después de unas imágenes en blanco y negro del cine de otro tiempo, igual que en Los Muchachos de Antes no Usaban ArsénicoJuan José Campanella abre su película con una escena que deja bien en claro la forma de ser de tres de sus protagonistas. Una Mara Ordaz emocionada ve una y otra vez sus propias películas, dentro del santuario que se construyó para ese ritual como la Norma Desmond de Sunset Blvd.. Ella es puro sentimiento. Después de todo, es una actriz consagrada. Norberto Imbert y Martín Saravia esperan en las sombras por las alimañas, los bichitos que los acechan e intentan perturbar su armoniosa existencia. Son más fríos y calculadores, tienen un plan y lo ejecutan con eficiencia. Así empieza El Cuento de las Comadrejas, la esperada vuelta del realizador argentino a la ficción con actores de carne y hueso, que a una década de El Secreto de sus Ojos eligió encarar una remake del clásico de 1976 como un vehículo para homenajear al cine.

Los personajes de Graciela Borges, Luis Brandoni, Oscar Martínez y Marcos Mundstock tienen una vida en equilibrio. No se puede decir que haya paz, dado que la primera está harta de compartir su mansión con al menos dos de los tres y hay un evidente resentimiento. Por eso no suelta la gloria pasada y el máximo galardón de la industria cinematográfica se encuentra en el centro de su hogar, para darle la bienvenida a visitas que jamás llegarán. Eso, claro, hasta que se pone en marcha el conflicto con el arribo de dos jóvenes de intenciones sospechosas para todos, excepto para ella. El director mantiene el esqueleto de Los Muchachos… pero con suficientes cambios como para que la historia sea suya. Hay ciertos cambios de roles y la incorporación de un personaje más, el de Nicolás Francella, que puede embaucar solamente a Mara. Sus intenciones están demasiado anunciadas, hay un énfasis en lo que es la maldad, como si Campanella quisiera que prestemos atención a él para perdernos de las maquinaciones que se dan por otros lados. Incluso en cierto punto la historia se lo olvida en favor de la femme fatale de Clara Lago, quien es más sobria y entiende mejor el juego que está en marcha.

El guion de Campanella junto a Darren Kloomok (El niño que gritó puta, Ni el tiro del final) propone ciertos cambios en los personajes hacia un rumbo positivo, tanto en lo que se refiere a la personalidad como las profesiones. Martínez y Mundstock son el director y guionista de la época de gloria de Mara, lo que permite ahondar en ese sincero homenaje al cine con un diálogo constante sobre los modos de hacerlo, con un pleno entendimiento del funcionamiento de la historia. Si en la original la actriz tiene una postura activa en relación a lo que sucede y es quien pone todo en marcha, en esta es más bien una mujer demasiado aislada en su propio mundo, delirante y manipulable. Más de la cuenta, para lograr que los engranajes se muevan aceitados.

El Cuento de las Comadrejas, Juan José Campanella, Graciela Borges, Luis Brandoni, Oscar Martínez, Marcos Mundstock

Quien sale fortalecido es el Pedro de Córdova de Brandoni, cuyo personaje gana dimensión. Más que como un hombre de amigos o el marido de, Campanella opta por darle todo un trasfondo. Sus frustraciones como actor, su interés por el arte, su relación de décadas junto a Mara. Eunuco en pantalla, lisiado fuera de ella, Pedrito se ha visto disminuido a una vida en la sombra y El Cuento de las Comadrejas le ofrece la oportunidad de salir a la luz. Del mismo modo se explora más a fondo a una artista consagrada de otra época, como es Mara Ordaz, que gana gracias a un impecable trabajo de Borges, lleno de matices. Una estrella que vivió siempre como tal, que no pide perdón o permiso, atascada en una realidad que no quiere aceptar y por eso no puede dejar de vivir en el pasado.

El humor negro está tan presente como en la original, con diálogos mordaces cual dardos venenosos que retoman lo propuesto por José Martínez Suárez -con más acidez que oscuridad- y lo acercan a una nueva generación. Borges, Brandoni, Martínez y Mundstock, cuatro grandes y experimentadas figuras de nuestro medio se divierten frente a la cámara de Campanella, así como hace 40 años lo hicieron Mecha Ortiz, Arturo García Buhr, Mario Soffici y Narciso Ibáñez Menta. Ver sus interacciones es delicioso, como adjetivaría la Laura de Bárbara Mujica en la de los ’70. Pero no en todo momento se logra un buen balance de la comedia con el drama, a medida que el guion empieza a ennegrecerse y revelar las verdaderas intenciones de los protagonistas, con personajes metódicos que son muy inteligentes -algo que se filtra hacia algunos discursos demasiado artificiosos- y en otras oportunidades se pasan de ingenuos.

Hay un diseño de producción lujoso, con una cámara que se relame y le saca provecho, con amplios planos inclinados que nos invitan a una retorcida comedia de misterio. Los muchachos de hoy no juegan a las bochas sino al pool o al ajedrez, escuchan algo de rock, pero todavía se mantiene vivo el espíritu de 1976. Sigue vigente esa amistad eterna en el retiro y el rechazo a las comadrejas que la amenazan, y es la excusa perfecta para que Campanella haga un sincero homenaje al cine por afuera y adentro –como remake y en su propia trama-, un homenaje al cine de una era dorada que ya no existe y a las personas que lo hicieron.

8 puntos

 

 

 

 

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