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Durante los primeros minutos de Entre Viñedos, quien escribe, temió estar ante una película filmada como si de televisión se tratase: secuencias de montaje poco inspiradas, una voz en off extraña y momentos cercanos al peor Eliseo Subiela. A medida que esta toma forma, esos vicios se desvanecen y la misma crece.

La historia de tres hermanos que se reúnen con tal de salvar el legado de su familia no es nueva ni mucho menos, pero Cédric Klapisch triunfa en darle lugar a un trío protagónico que es pura química, y que se agiganta a medida que el vinculo se visibiliza en la pantalla. La elección de casting es digna de destacar: Pio Marmaï, Ana Girardot y François Civil vuelven creíble todo lo que la narrativa propone.

El escenario es una pieza fundamental de la propuesta. Hay algo nostálgico en la figura del viñedo, una reivindicación de lo artesanal, de la familia como empresa vincular. Lo interesante, es que esos vínculos se rearman en paralelo al desmoronamiento de lo que los rodea; es en ese contraste donde la película sale airosa. Más allá de ciertas decisiones estéticas perezosas  -como el criterio debatible en el uso de la banda sonora en algunas secuencias-, Klapisch desarrolla en los 90 minutos una especie de evolución en su puesta en escena: hay ideas visuales interesantes, sobretodo en la presentación espacial de los hermanos y su distribución en la casa, como así también la postura de cada uno de los tres respecto a los personajes del mundo ajeno al núcleo familiar.

Todo esto convierte a Entre Viñedos en un buen exponente del cine francés que, si bien no enamora, ofrece una historia sincera y bien desarrollada sobre lo heredado y lo construido por una familia, a través del tiempo.

 

 

 

 

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