Crítica de House of Gucci: Lady Macbeth nunca fue tan chic

Ridley Scott (Alien, Gladiator, The Last Duel) estrena su segunda película en el año, y es una que no se pueden perder.

¿De qué va? El inicio de la historia de amor entre Patrizia Reggiani y Maurizio Gucci, y cómo la obsesión por el poder y la grandeza la transformó en una telaraña de traiciones y palabras vacías.

Entrar a la sala a ver una de Ridley Scott es, hoy en día, uno de esos momentos únicos que no hay que dejar pasar. El simple hecho de ser uno de los directores más longevos que siguen produciendo sus films dentro de la industria (con sus respectivos traspiés) nos hace dar cuenta de la vasta experiencia que consiguió a lo largo de los años. De la ciencia ficción a dramas épicos y bélicos, Ridley desarrolló un increíble ritmo en contarnos sus historias, brindándonos aventuras que duran, casi siempre, más de dos horas, pero sin caer en la repetición o el hartazgo (toma nota, Disney).

Sin embargo, uno de los detalles que siempre lo definió, y que con House of Gucci lo coloca en el pedestal, es el trabajar con un gran nivel actoral, sin rebajarlo en la parafernalia de su nombre y/o éxitos pasados. Podemos poner muchos nombres en un poster, en una misma escena o incluso se puede tomar al actor más galardonado del planeta, pero eso no significa nada sino se sabe cómo dirigirlo, cómo guiarlo a través de lo que la historia y el personaje necesita.

Lady Gaga, Adam Driver, Al Pacino, Jeremy Irons, Jared Leto (con más látex que un guante para lavar los platos), grandes nombres que te aseguran un par de salas llenas, pero Ridley no se conforma solo con eso, sino que los lleva a los límites actorales que los representa, reinventándolos tanto como artistas y como personas. Es este uno de los motivos por los que House of Gucci no solo divierte con su relato de obsesión, traición y muerte, también es un ejemplo, hecho y derecho, de cómo el cine de industria puede ir más allá de múltiples pantallas verdes y actores inexpresivos gritándole a un CGI insulso.

Siguiendo los pasos de Patrizia Reggiani (Lady Gaga), nacida en el ceno de la pobreza italiana, y más tarde adoptada por el empresario Ferdinando Reggiani, conocemos el inicio de una relación que comenzó como una luz de esperanza y terminó, décadas después, como la exclamación de la obsesión más desenfrenada y mortal. Fraternizando con un joven y enamoradizo Maurizio Gucci (Adam Driver), que enfrenta a su padre Rodolfo (Jeremy Irons) por defender a la mujer que ama, Patrizia teje, entre miradas lascivas y sonrisas encantadoras, una telaraña que atraviesa a una de las familias más famosas de la moda, no solo para pertenecer en ella como una larva que se aprovecha de la fama y el dinero, sino para transformarse en la Gucci definitiva.
Gracias a una Gaga que desprende una actuación tan empoderada como sutil, el viaje junto a esta Lady Macbeth se transforma en una experiencia más que gratificante.

Continuando con este reparto de ensueño, cabe destacar cómo cada uno sirvió de forma exquisita para armar este árbol genealógico lleno de traiciones y excesos ridículos. Pacino y su Aldo Gucci, el tío conciliador que busca la alianza y la estrategia más favorable para que la empresa familiar no muera; Leto y su Paolo, un verborrágico e inútil heredero, confiado de poseer un don que dispararía a Gucci hacia el primer puesto de la moda; Driver y su Maurizio, el hijo pródigo que pasa de ser una babosa ingenua a ser la cabeza de un negocio que arrastras más deudas que sueños y Irons con su Rodolfo, el padre que representa el símbolo de lo arcaico, de aquel pasado que fue “mejor”. Todos y cada uno de ellos logran, gracias a sus diversos matices, crear a una familia tan desequilibrada como rica de presenciar. Los Gucci de Scott son un experimento que nos muestra cómo la traición no inicia por querer poder, sino por no saber controlarlo.

Pero no todo es actoral, ya que el guion de Becky Johnston (The Prince of Tides, Seven Years in Tibet) y Roberto Bentivegna es un deleite de secuencias que dan ejemplo de cómo una historia verídica necesita, para funcionar como narración, de una estructura que no se apoye enteramente en el hecho de informar lo que sucedió, sino en la acción de contar una historia, con sus respectivas peripecias y personajes que sufren a través de una aventura transformadora. De nada sirve un conglomerado de escenas inconexas entre si que narran sucesos que creemos que “transforman” a personajes que no son más que calco insulso de los actuantes reales. Esto es ficción, por más que haya un hecho real que lo dispare. Es un recorte, y cómo tal se necesita de las herramientas correctas para hacerlo funcionar.
Para hacer un Live Aid que funciona como un clímax excusero a la falta de trama, me lo voy a ver a YouTube, gracias.

Y para llevar más de dos horas y media a pantalla, que mejor opción que Ridley Scott, un director que sabe de ritmo, cómo contar y transmitir. Si hay alguien que no tiene pelos en la lengua es él, y no por sus verborrágicas respuestas a la prensa, sino por su elocuente forma de transmitir a través de la lente. Acá no hay planos que se asemejan a obras de arte, ni mucho menos movimientos de cámara extremadamente complejos; acá hay planos y contraplanos esclarecedores, detalles que resignifican un elemento y primeros planos que se completan con actuaciones formidables. Gracias, Ridley, por darnos el ejemplo de que la cámara es solo la carretera para este viaje formidable.

Es así que House of Gucci se transforma en una de las experiencias más divertidas y placenteras de este año, brindándonos uno de los lados más oscuros y aterradores de la moda, y de cómo una víbora es capaz de desbaratar una familia fragmentada, llena de sueños rotos y promesas vacías.

estrella4

 

 

 

 

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