Crítica de Parasite, de Bong Joon-ho

Tanto Gi Taek y su familia están sin trabajo. Cuando su hijo empieza a dar clases en casa de los Park, las dos familias, que tienen mucho en común pese a pertenecer a mundos distintos, comienzan una interrelación de resultados imprevisibles.

Parasite, Bong Joon-ho

¿Quiénes son los parásitos?

Primavera, verano, otoño e invierno. Ya Vivaldi nos sacudió con eso. Ya el clima definió los tiempos entre solsticios y equinoccios. Aquellos países que gozan, o sufren, de estos cambios trimestrales podrán dar fe de que este orden natural formó sus sociedades: la época de la siembra, la preparación y planificación de los recursos a futuro; la época del cuidado, del mantenimiento; el tiempo de la recolección; y el invierno, el más duro, hecho para sobrevivirlo. Ciclos de los que los tropicales no sabemos nada, y que forman una rutina sutil de preparación: hay señales de la vida, en el viento, en el agua, en las miradas, las casualidades, que nos avisan qué vendrá, y la historia: la memoria oral o escrita que da fe de lo que ha pasado.

Los parásitos no entienden de ciclos. Un organismo parasitario solo conoce de su hambre, o en tal caso, rebusca en lo más hondo de su tuétano qué es lo que necesita para vivir: aire, comida, o un carro último modelo. El parásito engulle sin muchos miramientos. Su huésped, que bien pudiera ser otro ser vivo, o en todo caso una sociedad o país, podría morir, y esa muerte, tal vez, podría poner en peligro la misma existencia del parásito: la muerte del huésped, al ser igual que la muerte del parásito, convierte a este último en un «instrumento ciego de su propia destrucción» (Simón Bolívar dixit). Si es tu hambre, tu cultura, tu manera de ser la causa de la muerte y/o la destrucción del lugar donde vives, de tus congéneres, eres un parásito. Lo parasitario reduce a una mínima expresión todo aquello que nos hace razonables. Con tal de seguir devorando, el parásito ni piensa, ni argumenta con mediana solidez. El empresario que explota a sus trabajadores y que debe su fortuna a mal pagarlos; el político que promete sin la más mínima intención de cumplir, en detrimento de la calidad de vida de sus votantes; las empresas que devoran la tierra y como plagas buscan otros territorios culturalmente débiles para seguir consumiendo.

Bong Joon-ho, director y guionista surcoreano con una filmografía extraordinaria –revisen especialmente Memories of Murder (2003), Mother (2009), y Snowpiecer (2013)-, en el 2019 se presentó en el festival de Cannes con la que es su joya máxima: Parasite (Gisaengchung), llevándose la Palma de Oro. Este festival, con lógicas e intencionalidades distintas a los Premios de la Academia norteamericana, tiende a valorar al cine en su más tierno sentido: como una sublime expresión del arte como síntesis. Sin embargo, una vez cada indeterminada cantidad de años –de hecho, me atrevería a asegurar que Parasite es la primera película en romper este hito con una particular contundencia– se presenta un film capaz de cumplir con este precepto y ser, además, una máquina de hacer dinero, que es algo que valora un poco más el tío Oscar. Y casi siempre este éxito comercial tiende a dividir opiniones con respecto a la verdadera calidad de una película.

Parasite, Bong Joon-ho

Con Parasite esto no ocurre. Es, sin duda, el magro producto del fino hilo narrador de su creador: profundo crítico del capitalismo como el gran creador de parásitos. En Joon-ho es habitual la crítica a un sistema que genera toda una serie de deformaciones –la sociedad es un espectro atrofiado de lo que somos– lo que impide que el cineasta se sienta cómodo con los finales felices. De hecho, sus finales tienden a ser amargos, pero, sobre todo, muy reales. Son conclusiones de un mundo de terror donde el único consuelo parece ser el vivir como se pueda, y a duras penas. Que una película con un final hiriente, de una gran factura ética, técnica y estética por las nubes, y que de paso genere gran cantidad de ganancia en taquilla, al punto de llamar la atención de HBO para la realización de una serie basada en ella, tiene que ser un sueño. Un sueño generado por una pesadilla. Una paradoja.

Parasite es una comedia negra. Ese sería el género que, en primera instancia, emerge. La piel que la cubre. Su primavera y verano. Pero en su otoño, el frío metálico del thriller empieza a sustituir la comedia, hasta llegar a su invierno, donde el terror pasa al drama profundo –raro que comedias y/o thrillers con salpicaduras del gore, lleguen a estos niveles en festivales o premiaciones con cierto prestigio chic-. Parasite cumple sus ciclos como el reloj. Sus personajes terminan por confluir en un universo coral jerárquico, como la sociedad surcoreana. Personajes que en su conjunto son de indiscutible importancia en el armado complejo que se nos presenta en pantalla: cada uno es ineludible y aporta, a su particular manera, un valor narrativo propio que hace avanzar la máquina y que es una forma sutil e inteligente de decirnos que todos somos responsables de lo que ocurre. Una dirección que busca la paridad con los protagonistas, ubicando la cámara en ángulos donde podemos ver sus rostros al mismo nivel; un encuadre simétrico donde la belleza de las líneas lo enmarca casi todo en una verticalidad – un pasillo, un callejón, un piso veteado de madera. El cuento simple de una familia pobre que busca, a través de falsificaciones, mentiras de calidad histriónica y zancadillas a otros de su misma clase, apoderarse de las plazas de trabajo como servidumbre en la casa de una familia adinerada, encabezada por un arquitecto de fino olfato, siendo este un sentido que no se puede disimular: los olores de la pobreza «cruzan las líneas» que los disimulos pretenden imponer.

Corea del Sur, considerada una de las economías más poderosas del mundo, con una jornada laboral que pasó en años recientes de 68 horas semanales a 52, con el segundo lugar en el índice de suicidios del mundo, y el primero en suicidios infantiles. Corea, con la armadura de lo servil, el estigma religioso de la superioridad de los jefes, la autoridad como representación natural para la obediencia pseudo religiosa –no es una exageración de Joon-ho el altar que uno de los personajes monta sobre la imagen del señor Park (Sun-kyun Lee)-. Corea es una casa de simulaciones, donde se ve con ternura una lluvia que precede un ambiente acogedor. Una sociedad que mira con naturalidad el destino inevitable de las clases humildes que se inundan en la inmundicia de todos, porque el agua barre de arriba hacia abajo, mientras las gotas caen en todos los techos. La diferencia está en las goteras, en los olores. El padre de los humildes, y el marido del ama de llaves, mientras se desangran sobre el tótem del «dinero hace mejor a las personas», idolatrando al jefe cuya nariz lo hace edificar muros, hasta que la realidad, esa que nos dice que la sangre es roja en todos y cada uno de nosotros, vuela las cabezas, inflada por la indolencia.

No experimentaba tal crudeza en el tema de la estratificación social desde la olvidada Gosford Park (2001) de Robert Altman. En esta, el conflicto social es más patente, frontal y hasta cierto punto satisfactorio. Parasite, que no filtra nada, expone el cómo ese desequilibrio en la estratificación social es una convención aceptada por todos, a pesar de las señas y los avisos morales que pudieran decirte que las cosas no van bien. Más allá de comparaciones odiosas con respecto a la obra de Luis Buñuel –otro genio que tomó como suya la crítica a las clases-, Parasite logra con maestría insospechada reventarnos a todos, a ver si despertamos. El capitalismo es un arquetipo maligno universal. No hay productividad ni índice económico que no parasite la vida cotidiana, si permite que nuestros obreros, maestros y jóvenes no tengan un tiempo para pensar la lluvia a buen resguardo.

10 puntos

 

 

 

 

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