Crítica de Prey: Cazar para sobrevivir, sobrevivir para cazar

Lo nuevo del universo Depredador no defrauda.

¿De qué va? A través del vasto paisaje estadounidense del 1700, Naru, una cazadora reprimida por su tribu, debe enfrentarse a uno de los primeros Depredadores que llega a la tierra. Siendo presa de sus artilugios, Naru lucha para cambiar las fichas del tablero y así transformarse en la Depredadora definitiva.

Las Grandes Llanuras, 1719. La nación comanche atraviesa los vastos campos bajo un claro cielo azul, corriendo libres a la par de la fauna, que apuran sus pasos para no ser presa de las hábiles manos de los jóvenes cazadores de la tribu.

Pero las nubes son cortadas de cuajo por una amenaza alienígena, que trae consigo la noche. Junto con antorchas y con las estrellas iluminando su paso, Naru (Amber Midthunder) sigue a su hermano Taabe (Dakota Beavers), el hijo heredero de la tribu. Como si de reprimir el deseo se tratara, Naru sufre de un silencio inducido tanto por su hermano como por el resto de la tribu, en donde sus habilidades de cazadora son acalladas, y la rutina agobiante de un rol que no la representa la rebaja a su mínima expresión.

Pero cuando los hombres caen, y los conocidos depredadores dejan huellas de sangre, Naru se embarca en la misión de no solo salvar a su tribu, que se enceguece frente a las adversidades, sino también en demostrar que aquella cazadora nata, la cual descansa en lo más profundo de su ser, es la salvación que necesitan tanto ella como los suyos.

Prey -dirigida por Dan Trachtenberg, que nos regaló la gran 10 Cloverfield Lane– nos presenta un amplio catálogo de depredadores que recorren nuestro ecosistema. Desde lobos, leones, osos y hasta el mismo ser humano, estos seres, sobrevivientes por naturaleza, luchan por coexistir sobre el mismo suelo, enfrentándose día y noche bajo la ley del más fuerte.
Acá es donde Naru, que demuestra una gran astucia a la hora de rastrear y dar caza, sobre todo frente a los métodos arcaicos de sus opresores compañeros, comprende que los ataques que ponen en jaque a los suyos provienen de una criatura nunca antes vista.

A diferencia de sus predecesoras, Prey se centra en el crecimiento, algo acelerado y abrupto, de una protagonista que busca cazar para demostrar su poderío. Es en esta búsqueda que el alienígena juega un rol fundamental, poniendo en jaque a Naru y su búsqueda de visibilidad, que queda trunca al pasar de cazadora a presa.

En este juego del gato y el ratón es que ella aprende diversas técnicas, ya no para demostrar quién es sino para salvar su propio pellejo.

Algo similar vimos en las anteriores entregas, pero con la diferencia de que en estas los protagonistas -héroes de acción con suficientes dones para la batalla deben sobrevivir y dar caza al alienígena- ya cuentan con habilidades superadoras y las ponen a prueba para derrotar a la amenaza que los hostiga, transformando la caza en venganza.

Naru, en cambio, logra mimetizarse con el ambiente que la rodea, transformándola en su propia arma y logra, tanto como supervivencia como por superación personal, convertirse en el contrincante definitivo de la amenaza que invadió su suelo.

Comprendiendo que un depredador, en sentido literal de la palabra, caza por sobrevivir y no por deporte, en esta entrega la línea entre cazador y presa es muy delgada, logrando momentos que encauzan a ambas criaturas a una batalla final por el territorio y el honor de ser el depredador alfa.

Prey logra agarrar una fórmula revisitada múltiples veces con anterioridad, pero con la inteligencia suficiente como para brindar un show exquisito de violencia y solemnidad.

Pasando por la acción desmedida y hasta por la comedia, esta saga parece haber encontrado un descanso en una precuela que abraza a sus personajes como los entornos que recorren, logrando un lienzo tan espectacular como sutil.

 

 

 

 

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Lucas Soto

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