Crítica de Rojo, de Benjamín Naishtat

A mediados de los años ’70, un hombre extraño llega a una calma ciudad de provincia. En un restaurante, y sin motivos aparentes, comienza a agredir a Claudio, un reconocido abogado. Más tarde y camino a casa, Claudio y su mujer Susana son interceptados por el hombre extraño, quien está determinado a cobrarse una terrible venganza.

Rojo, Benjamín Naishtat

¿Hay silencio alguna vez en Rojo? Esa pregunta quedó retumbándome, después de ver la película. No estoy seguro de poder contestarla en forma fehaciente, pero hay un atisbo de respuesta que creo se corresponde con una sensación. Tanto que, durante la proyección, esa incógnita se me aparecía bastante seguido.

A excepción de la segunda escena de la película -su maravilla central- creería que la respuesta es «no». Incluso el aparente silencio está teñido de memoria sonora, esa especie de fogata encendida a la que nos lleva el sonido de la púa de un tocadiscos sobre el acetato de un disco, que pareciera escucharse ininterrumpidamente; como si la banda sonora de la película se sostuviera en las cadencias y en los segundos de espera entre un track y otro, como si la propia película se perpetuara siguiendo esa textura, como si el silencio estuviera demasiado naturalizado como para perturbar.

Rojo abre con un print que dice: «En una provincia Argentina. 1975». No hay geografía ni nombres propios, sólo coyuntura. Se acerca el ’76. La oscuridad está tocando la puerta de casa. Pero claro, no de todas. Benjamin Naishtat elige que el punto de vista lo cargue la «gente común», en este caso Mario (Darío Grandinetti), un abogado de pueblo reconocido, su esposa Susana (enorme Andrea Frigerio), y su hija Paula (Laura Grandinetti). Dueños de vidas descontracturadas y livianas, que permanecen volátiles en la comodidad de sus rutinas de clase media, hasta que la cuerda se tensa, y la vida ordinaria se altera. Gente cuya puerta de casa no espera ser tocada.

Rojo, Benjamín Naishtat

Naishtat construye un relato sobre la connivencia civil para con el terrorismo de Estado, articulando capas de lectura acerca del desaparecer -la escena del show de magia, el arma en el vestuario- y las vuelve subtexto puro en escenas como la del eclipse, a través del uso conceptual del color -el rojo político, el rojo sangre, el rojo como alerta-.

Las alusiones trascienden lo narrativo en Rojo, y los recursos visuales que elige Naishtat para contar la historia, junto al director de fotografía Pedro Sotero (Aquarius), así lo demuestran. Planos con dioptrías divididas -con búsquedas similares a las del cine de De Palma y Alan J. Pakula– o una puesta de cámara que hace uso del zoom -a lo Peckinpah-Coppola a la hora de la individualización de los personajes en los espacios-, que acercan a la película estilísticamente a ese cine seco, rústico y fascinante de los ’70; thrillers políticos si se quiere, historias de seres arrancados de su status-quo.

Hay mucho en Rojo que, seguramente, será debatido: su mirada del mundo, su retrato de época, su postura política. Pero todo eso es parte de la periferia, de la otra coyuntura de la película; la que la trasciende.

estrella4

 

 

 

 

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