Crítica de Licorice Pizza: las hormonas más sexis de Los Ángeles

Vuelve el director número 1, Paul Thomas Anderson.

¿De qué va? La amistad entre Gary, un actor quinceañero, y Alana, que aún no descubre que hacer a sus 25 años, surge durante los ´70 en el Valle de San Fernando, ciudad que tiene tantas sorpresas como infortunios.

 

Desde el inicio de la película comprendemos que Gary (Cooper Hoffman) es un atorrante. Ni su cara granuda ni su panza rellenita lo detienen a venderse como la “gran estrella actoral” del momento. Con una verborragia incesante y una mirada provocadora, Gary intenta llamar la atención de Alana (Alana Haim), una piba de 25 que labura en una empresa de fotografía para eventos. Entre párpados caídos y negaciones incrédulas, la joven se niega a ir a una cita con él, hasta que la insistencia del adolescente despierta algo en ella, algo que intentará comprender a lo largo de esta travesía bajo el sol impredecible de Los Ángeles setentosos.

Sin más preámbulos, repasemos por qué Licorice Pizza se transforma en un clásico instantáneo, no solo de Paul Thomas Anderson sino de la cinematografía actual.

Hacer un repaso por la carrera de Anderson es comprender que parte de su distintivo son las situaciones adversas que sacuden a los protagonistas en sus películas. Desde Boogie Nights a Magnolia y Punch-Drunk Love, nuestros personajes se ven envueltos en sucesos que son tan inexplicables como coherentes. Un tiroteo accidental en un restaurante, una lluvia de ranas o un accidente automovilístico no son más que detonantes, o resoluciones, de un camino claroscuro que necesitaba un despertar.
Alejándose de los dramas más pesados como There Will Be Blood, The Master y El Hilo Fantasma, PTA vuelve a sus inicios para regalarnos una comedia romántica «coming-to-age» tan ácida como sincera.

Es en estos momentos que parecen tener poca relevancia en la trama principal que descansa el poderío de la película, reivindicando la transformación de sus personajes dentro de este entorno que les da tantos obstáculos como sorpresas inesperadas. Desde un arresto por homicidio hasta una cena con un galán hollywoodense, tanto Gary como Alana recorrerán los pasillos introspectivos de su ser, redescubriendo quienes quieren ser o qué pueden llegar a sentir.
De esta forma, rodeados de explosiones hormonales y mandatos de una época castrante y llena de tabúes, ambos descubrirán la otra cara de amistad, aquel amor por el cuál darían todo por el otro, sin importar lo insoportable y detestable que puedan ser.

Es así que Anderson nos regala un cuento tan sincero como real. Sin tapujos ni miedo a una voz juzgadora, el director y guionista nos pone frente a nuestros ojos una historia de amor que trasciende las barreras canónicas, en dónde la diferencia de edad deja de ser un impedimento entre ambos amigos para transformarse en el verdadero motivo por el cuál siguen viéndose a los ojos, odiosos y enamorados.
En dónde Gary observa madurez y sabiduría, Alana no hace más que subsistir a una familia que le recalca constantemente su presente y sus equívocos. En dónde Alana ve esa juventud tan arrogante y avasalladora, Gary se esconde en sus dotes actorales para no demostrar el miedo a fracasar en esta tierra llena de oportunidades.
Como dos opuestos que buscan una constante resignificación del amor, los jóvenes buscaran trazar su propio camino, sin percatarse de que esos caminos fueron a la par desde el primer momento en el que se vieron.

«Yo no voy a olvidarte, como vos no vas a olvidarte de mí», le dice Gary a Alana, convencido del destino que tiene frente a sus ojos.

Licorice Pizza es la película que necesitábamos sin haberla pedido. Con personajes que rozan la locura de una época tan colorida como escabrosa, y presentando a Gary y Alana como una de las parejas cinematográficas más deliciosas de los últimos tiempos, PTA nos da con un moño aterciopelado este bocado que va directo al corazón más soñador como al más incrédulo.

estrella5