El paradigma tridimensional – 10 años del estreno de Avatar

Una de las películas más exitosas de la historia celebra su primera década.

Avatar, James Cameron

La sensación fue extraña, tanto de profundidad inabarcable como de apogeo tridimensional. Avatar resultó envolvente y absorbió al espectador hasta el punto de sentirse integrado, atravesado. Inmerso. A ese nivel marcan la tendencia los nuevos tiempos del arte cinematográfico. El tratamiento del 3D logrado por James Cameron superó todo lo imaginable por el ojo humano y todo lo explorado por el cine en este terreno durante la década pasada. Hoy, a exactamente 10 años de aquella gesta, la experiencia se nos presenta igualmente fascinante: técnicamente, es sobresaliente y necesaria como medio para contar una historia. Y no, equivocadamente, para ser su centro vital. Lo fundamental reside en que el film no depende del artificio para validar su empleo como fin último.

No resultaba aventurado arriesgar, a las puertas del nuevo milenio, que en el futuro veríamos películas holográficas que cambiarían, radicalmente, la perspectiva de «imagen» y «mirada» que hoy se posa sobre el espectador y su rol dentro de la industria. No obstante, en este presente contrastado, una simple pantalla plana de cine ofrece la capacidad de creatividad mediante el instrumento de la tecnología, visible en el producto que ha puesto el director ante nuestros ojos.

La manera de concebir el 3D por parte de Cameron revolucionó la manera de expresar el propio arte, obsceno despliegue de recursos de última generación mediante. Quien ha hecho de su obra un opus de grandes universos que le pertenecen, excediendo el relato de ficción y adentrándose en los misterios que habitan las profundidades, nos convida de su última aventura. Una artesana creación del género que lo devuelve al terreno de ficción, luego de testimoniar su fascinación por historias documentales como lo demuestran algunos de sus ambiciosos proyectos encarados durante el primer lustro del nuevo milenio.

Avatar, James Cameron

No obstante, en Cameron, el medio no conspira contra la idea y el vehículo tecnológico no deja de ser un pasaporte hacia su profusa narrativa. La meticulosa creación de un medio ambiente artificial y la potencia empleada en los efectos especiales -sin descuidar nunca la dignidad de la historia ni la conexión del espectador con los personajes-, hacen tomar dimensión de esta valiosa herramienta, sabiendo que allí radica el secreto de su éxito, sin cargar sobre sí el pulso del relato.

En Avatar, la sensación de «seres reales» anula la idea de un abismo entre dos mundos. Cientos de objetos, criaturas, humanos, luces, sonidos y naves galácticas vistos en trailers comerciales pueden parecer lejanos, acaso comunes y corrientes. Sin embargo, la magia del 3D los confunde en perfecta sintonía, poblando profundidades, captando texturas, resaltando relieves y delineando contornos. Cameron nos arraiga en su palpable realidad, nos hace creer la fantasía de estos seres azules en constante movimiento. Es el vértigo adictivo que produce sumergirse en el mundo imaginario que ha creado para nosotros: una épica futurista.

Durante los últimos años, el cineasta ha insistido en que Avatar cambiaría la forma de ver y hacer cine. Con su persistencia en el mismo mensaje, ha provocado una autosugestión en su público: lo que íbamos a presenciar era algo único e inmejorable, asistiríamos al nacimiento del «nuevo cine». Toda su carrera ha estado siempre marcada por una ambición desmedida por derrumbar barreras tecnológicas y encontrar nuevos niveles para el espectáculo, aprovechando al máximo las virtudes que le ofrece la técnica. En su bestial Avatar, seríamos testigos de su criatura más preciada. Apoteosis de su descomunal virtuosismo tecnológico llevado al paroxismo.

Avatar, James Cameron

El reto al que se enfrentaba el director era lograr, a través de un mundo digital, el perfecto equilibrio en dotar de protagonismo humano a una historia que pretendía prescindir de este. Sin llegar a ser consumido por los efectos especiales y la tecnología, demostrando una gran capacidad de generar nervio y emoción, el realizador gana la pulseada y sortea su primer gran obstáculo: en tiempos de incredulidad y esceptisismo, caer en la propia trampa del mediocre panorama hollywoodense.

Sucede que la vida real, siempre, es mucho más dura que los cuentos con happy endings, de los que la meca del cine no puede librarse a lo largo de su recorrido. Sin embargo, quizás allí radique la fantasía que genera adentrarnos a este tipo de historias pertenecientes al cine más comercial. Alterando tal paradigma, Cameron nos ofrece un film de ficción de impacto y con la consistencia necesaria como para ser inteligente en sus conceptualidades, haciendo de la ambigüedad de la ética un fértil terreno para debatir.

Comprender la verdadera injerencia de Avatar en el curso del cine moderno consiste en el modo en que Cameron ha sabido llevar esas expectativas a un terreno de superación, hablando siempre de mejora tecnológica como instrumento en la interacción entre personajes digitales y el público real, al otro lado de la pantalla. A fin de cuentas, Avatar ofrece un entretenido tour de force a través de las nuevas tendencias del cine fantástico. Testimonio irrefutable del poder de fascinación de las eminentes tecnologías que relativizan el factor humano. Aquí, la capacidad de conmoción del autor se observa en un argumento de espesura suficientemente filosófica como para despertar reflexiones que atañen al militarismo, al imperialismo y a la rebelión. Un mensaje moral tras la apariencia artificial.

¿Acaso necesitábamos otra prueba más evidente? Una década después de su último trabajo como realizador, Cameron se ha enfrascado en el desarrollo de una serie de secuelas, en gran vértigo creativo, con miras a dar a conocer su intrigante saga en los años venideros. Bienvenidos a Planet Hollywood siglo XXI.