Crítica de Anna Karenina

Basada en la novela de León Tolstói, que dio lugar a varias versiones cinematográficas desde 1935, cuenta la historia de Anna Karenina, una joven de la alta sociedad y esposa de un importante funcionario del Gobierno que termina enamorada del Conde Vronsky.

Las mujeres fuertes en condiciones desfavorables son los personajes que han hecho un nombre de Joe Wright, especialmente cuando se trata de retratos de época. De ahí se puede obtener que uno de sus trabajos menos reconocidos -aunque se trate de un producto redondo- sea The Soloist, donde son dos los hombres que comparten la escena. Anna Karenina supone una vuelta literal a su primera época –puesto así parecería que el director tiene una carrera más larga que los 8 años desde su ópera prima-, con una adaptación de una novela clásica, con el agregado del protagónico de Keira Knightley.

Fiel a su marca personal, el londinense crea una pieza impecable desde lo estético. Es que la Anna de Karenina no es Hanna y las búsquedas estilísticas del realizador no se perciben como el pretencioso intento de quien hace en todas una de más, aún a costa de perjudicar seriamente la narrativa. Si su mano hacía que aquel film de intriga y espías cayera de bruces contra propuestas similares dentro del género, como The International de Tom Tykwer, en la adaptación de una novela como la de León Tolstói funciona por ofrecer una mirada fresca alrededor de un material que ha sido abordado en múltiples ocasiones.

Con una notable puesta que entrecruza lo cinematográfico con lo teatral, Wright aporta un inusitado dinamismo al guión de Tom Stoppard (Shakespeare in Love). El abordaje, no obstante, acaba por ser invasivo. Más preocupado en la forma de contar que en lo que realmente cuenta, el inglés pierde el foco sobre sus personajes, incapaces de transmitir algún tipo de emoción. La estética se apodera del drama y el ritmo impostado que ofrece la escenificación de la pantalla impide generar empatía alguna con sus protagonistas, sin poder tomar posición –o al menos hacer una leve inclinación- hacia la adúltera, el marido fiel o el joven amante.

Más allá de la carencia de pasión –es notable cómo son Kitty (Alicia Vikander) y Levin (Domhnall Gleeson) quienes transmiten más impresiones con mucho menos tiempo en pantalla-, Anna Karenina todavía resulta en un logrado perfil de la vida en la alta sociedad rusa de fines del 1800. El engaño, la política y el sentir contenido, en favor de la imagen pulcra, son temas de sorprendente actualidad y en general resulta una propuesta correcta -que se hubiera beneficiado de un acercamiento más acalorado puertas adentro-, más allá de que la ambición del director fuera evidentemente mayor. Quizás entonces haya que mencionar al elenco, con un Jude Law que recoge el guante con grandeza y se planta en la vereda de enfrente de donde estaba hace tan solo un tiempo –él fue Alfie después de todo-, y se ubica muy por encima de la pareja joven que lo acompaña, con un Aaron Taylor-Johnson tan aniñado y medido que no termina de dar la talla y una Keira Knightley que pudo haber ofrecido una interpretación fabulosa, pero a quien la falta general de emociones la dejan sólo como un recuento de gestos faciales. Algo así como lo que ocurre con Anna Karenina y su ausencia de lágrimas, alegrías o cualquier elemento que pueda movilizar un sentimiento.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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