Crítica de Climax

Una agrupación de bailarines se junta a ensayar en un instituto abandonado. Luego de la última sesión deciden festejar bebiendo sangría. Con el transcurrir de la noche comienzan a sospechar que han sido drogados...

Llega a Netflix la última película del director franco-argentino Gaspar Noé. Pese a haber obtenido el Art Cinema Award en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes del 2018, y de haber sido dirigida por un autor reconocido y nacido en nuestro país, Climax no se estrenó comercialmente en Argentina -sólo se exhibió en el Cine Gaumont durante la Semana del Festival de Cannes a finales del año pasado-. Dicha cuestión no es menor si consideramos la experiencia visual que implica toda película de Noé. Y es justamente por el realizador por quien debemos empezar. Este nuevo film tiene todas sus marcas de estilo, pero ordenadas y justificadas como nunca. Para desentrañar esto no nos hace falta más que observar la primera secuencia del film, que muestra a una joven desangrada arrastrándose por la nieve hasta finalmente caer. Luego de esto la cámara gira sobre sí misma, y el orden de la imagen se subvierte, lo que provoca que aquello que estaba abajo pase estar arriba, para luego reacomodarse. Todo parece indicar que las cosas se complicarán.

La trama avanza con la presentación de una serie de entrevistas a un grupo de bailarines. Estas se nos muestran a través de un televisor enmarcado por un conjunto de libros y films que, además de ser claras referencias en el universo temático y estético de Noé, consolidan ese mal augurio respecto a lo que se vendrá para los personajes -en la fila de películas se encuentran, por ejemplo, Salo o los 120 días de Sodoma (1975), Suspiria (1977) y Possession (1981), y en la de textos aparecen títulos como «Suicidio: manual de uso» de Claude Guillon o «Del inconveniente de haber nacido» de Emil Cioran-. Todas las obsesiones del director quedan planteadas y reflejadas en este inicio. La cinefilia, el sustento literario, el núcleo multireferencial, y la necesidad de trabajar con tramas truculentas y enrevesadas.

Los integrantes del mencionado grupo de danza son los protagonistas de la película. Los vemos por primera vez juntos durante el ensayo final de una coreografía, en un sitio que parece ser un internado o un asilo deshabitado ubicado en un territorio apartado y obstaculizado por la nieve. Finalizada la práctica de esta virtuosa performance, deciden festejar bebiendo sangría y bailando lo que se les plazca. En este primer momento todo parece ser goce. El ensamble que conforman los personajes al moverse en conjunto llega a tal punto de coordinación e intensidad que sus identidades particulares momentáneamente se desintegran, y juntos crean una nueva entidad corporal. Pero, tal y como reza uno de las placas de texto que aparecen en el film: «La vida es una imposibilidad colectiva». Debido a esto, la cámara no puede permanecer mucho tiempo concentrada en esa especie de Leviatán, por ende se aparta y comienza a inspeccionar a cada uno de los miembros de la agrupación. Noé toma la astuta decisión de exponerlos en un estado de integridad física y psicológica, antes del segundo giro narrativo, para dar cuenta de que sus comentarios machistas, sexistas y violentos no afloran a causa del consumo de alcohol o de drogas, sino que forman parte de su ideología y de su discurso miserable, derivado del sentido común de una sociedad abyecta.

Posteriormente a esta indagación en cada uno de los participantes, la película entra en su zona álgida. Los personajes comienzan a sentir que pierden el control de sus cuerpos y sus conciencias y, a raíz de esto, a sospechar que alguien vertió algún tipo de alucinógeno en la sangría que bebieron. Aquí comienza un «malviaje» sin tope que da paso a las peores emociones y acciones. La exhibición de estos sentimientos de paranoia y alteración se da tanto en términos físicos como psíquicos. Las coreografías pasan de ser algo provocador y cautivante, a convertirse en movimientos corporales sumamente perturbadores. Las sugerencias sexuales desembocan en actos violentos o en las peores perversiones imaginables. Todo rastro de cordura y de compasión se desvanece, mientras el vértigo y la sensación de peligro se tornan cada vez más intensas, no solo porque la lucidez de los protagonistas no cesa en su desvanecimiento, sino también porque tanto ellos como nosotros en el rol de espectadores, sabemos que no hay escapatoria del sitio en el que se encuentran. En este sentido, la situación resulta tan asfixiante como macabra.

Es importante mencionar el virtuosismo técnico y formal con el que se narran los acontecimientos. La cámara se mueve tan extraordinariamente como los bailarines. No solo debemos destacar aquí a Noé, sino también al director de fotografía Benoît Debie, quien ya había dado sobradas muestras de calidad con su empleo notable de las tomas subjetivas en Enter the Void (2009), y alcanza aquí los mismos estándares de genialidad como testigo presencial, tanto del disfrute como del calvario que experimentan los protagonistas. Dichos movimientos permiten además una modificación en la focalización, que pasa de un posicionamiento general a concentrarse en la figura de Selva (Sofia Boutella). Con ella nos identificamos, y ante sus gritos desesperación quedamos paralizados. Aquí también podemos advertir otra ingeniosa elección respecto al manejo del punto de vista, ya que nunca accedemos a las percepciones deformadas por el consumo de cada uno de los miembros del grupo, ni siquiera a la de Selva. Esta gran utilización de las herramientas discursivas incluye al sonido que, mediante la fusión de los alaridos desesperantes de los personajes con una música tenebrosamente aturdidora, contribuye a la construcción del descontrol que comienza a gestarse a partir de los desplazamientos incesantes de la cámara, que precisamente comienzan cuando los personajes ya han bebido una cantidad considerable de sangría adulterada.

Climax, además de un trabajo de estilo inconmensurable, es una película que plantea un desafío al espectador. Quienes ya estén familiarizados con la obra de Gaspar Noé encontrarán aquí algunos de sus tópicos recurrentes, abordados desde su impronta tan particular como extrema, pero con un empleo de la sugerencia y la persuasión mucho más logrado que en sus trabajos previos. Dicho esto, también es cierto que algunos recursos estéticos y narrativos resultan un tanto pretenciosos y repelentes. Entre ellos podemos mencionar, por ejemplo, la referencia a la condición de francesa de la película como punto de partida para criticar los valores burgueses y decadentes del país, la utilización de placas con frases filosóficas un tanto arbitrarias, o el hecho de llegar nuevamente a la misma conclusión desencantada de la humanidad. Más allá de estos detalles, en términos generales la película confirma su solidez y logra interpelarnos acerca de nuestra fragilidad en términos de experiencia personal y colectiva. Somos incapaces de tolerar una vida más desestructurada que racional, por lo tanto la fiesta permanente resulta imposible e insoportable. El éxtasis no puede ser infinito, ya que encontrará su contrapartida violenta. El título del film queda plenamente justificado. «Climax» es un término que proviene del griego «Klimax», que significa «escala». Es justamente una escala ascendente y descendente por la que deben transitar los protagonistas. Junto a ellos descendemos a un territorio signado por la descomposición social y moral. Lo que asciende es el horror, el dolor, la perversión y la violencia. A tal punto que podemos llegar a sentir, como dice el poeta chileno Pablo Paredes, que «un carnicero anda suelto en nuestras vísceras».

 

 

 

 

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Tomás Cardín

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