Crítica de Earthquake Bird / La música del terremoto

Tokio, 1989. Una extranjera reservada debe responder ante la policía por el asesinato de su amiga tras haberse involucrado en un triángulo amoroso con un fotógrafo local.

Earthquake Bird, Alicia Vikander, Riley Keough

El trino que anuncia el temblor vacío.

Amar los terremotos o armar un terremoto. De esos juegos de la lengua que se nos permite, porque la palabra, y la imagen, da para eso: para decir algo que parece ser igual, pero que es completamente distinto. La estética, como esa parte de la filosofía que estudia la belleza, y que, en nuestro tiempo lleno de inclusiones vitales, también se encarga de lo feo.

Alicia Vikander encarna a Lucy Fly -jugamos sobre fly: volar-, una mujer hecha pez en el agua en una de las culturas milenarias más difíciles de aprehender: la japonesa. La actriz sueca, con un japonés fluidísimo, representa un personaje envuelto en el gris patente de la tristeza: su depresión, venida por una serie de experiencias ¿fortuitas? con la muerte, la hace sentirse repelente, fea, indeseable. Su encuentro, que el azar es Zeus y Hades en la película, con Teiji Matsuda (Naoki Kobayashi), un fotógrafo furtivo que irrumpe en lo fortuito de una acera rumbo a la continuidad de la rutina; y Lily Bridges (Riley Keough), una norteamericana de molde, salida de una caja de cereales.

Earthquake Bird es la historia de un triángulo amoroso, que, como el contraste de sus personajes, desvirtúa la esencia del thriller como género rey de sensaciones incómodas, al contradecirse en un guion complaciente, donde se pinta la soledad de un ave muda y fría, parca como las maneras asiáticas de enfrentarse a la vida, sin llegar a la poesía humanista del cine de Ozu, para dejarse hacer y pasar como el terremoto. Los movimientos telúricos, los reales y los emocionales, estos últimos esparcidos en una atemporalidad sin marca, recalcando el placer de lo superficial y lo simbólico donde la sustancia se pierde en lo previsible y maniqueo, son choques de placas tectónicas que esperan, inevitablemente, la generación de una vibración voraz, cuya belleza se expresa a través del trino de los pájaros que rompen el silencio después de la tensión. Y ya.

Earthquake Bird, Alicia Vikander, Riley Keough

Teiji habla simpático sobre la anécdota de quedarse solo en un cuarto oscuro. De su amor a la fotografía a partir de la oscuridad. Es su alma un rescoldo que anuncia un hueco, donde Lucy, desvalida, busca guarecerse. Pero ella siempre pareciera estar sola, desvanecida entre la muchedumbre que la aglutina, en el verde del monte donde dormita un pesar, en la distancia emocional de sentirse, a pesar del degradé expresivo en el trabajo íntimo de Teiji, donde lo sobrepasan las esquinas frías de los edificios, los reflejos en los charcos, los ángulos arquitectónicos donde lo más llamativo es la falta de gente, de humanidad.

¿Será Lucy capaz de querer «volar» ante la tragedia? Decir que la muerte la sigue y sentirse propia de una maldición llena de un efectismo tramposo que deja en el espectador más dudas que certezas: porque un terremoto mueve todo, destempla las columnas, arrebata los techos, rompe los vidrios, dejando solo la penumbra de volver a comenzar la vida solo para esperar lo siguiente. Es Japón un país sísmico, y el film de Wash Westmoreland, desde los créditos, trata de ser respetuoso o, quizá, emular la calma estética que mueve los espíritus de los que lo tocan: ya sea en su cine, su literatura, o en cualquiera de sus manifestaciones del arte. Pero el director -y también guionista, adaptador de la novela homónima de Susanna Jones– se queda en el tintero o vuelve, como Lucy y sus terremotos, a usar el bastón de la cultura en la que es nativo. No deja reflexionar al espectador, sino que asume, sin más, que no somos capaces de entender el silencio después de la tragedia, añadiendo extractos posiblemente imaginados por su protagonista, que ni suman ni restan, pero están allí, solo para hacer la finta del susto como elemento fatuo, cual tetera que anuncia algo que no pasa, dejando el mensaje final de «Shit Happens» (Las cosas pasan). Los bellos planos, la cinematografía evocadora, no es suficiente.

5 puntos

 

 

 

 

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