Crítica de Muere, Monstruo, Muere

En algún lugar cerca de la cordillera mendocina se sucede una serie de asesinatos de mujeres que aparecen decapitadas.

Una primera escena brutal, que se desarrolla a lo largo de un mismo plano, anuncia una apuesta de género nacional que no teme en llevar las cosas un poco más lejos de lo que estamos acostumbrados. Visceral y descarnada, da paso a una serie de imágenes de simetría perfecta, con paisajes montañosos que se nos presentan como tests de Rorschach y nos introducen a esta indagación en la psiquis humana. Con David Lynch como referente, Alejandro Fadel nos conduce por el mundo alucinante y alucinógeno de Muere, Monstruo, Muere, uno que atrae y no suelta, que hipnotiza, del que uno no puede ni quiere apartarse.

Creo que se puede argumentar que Muere, Monstruo, Muere es una Twin Peaks local o que al menos el realizador camina junto a su fuego. En una remota región montañosa, con tres picos en lugar de dos, el hallazgo del cuerpo sin vida de una mujer dispara una investigación policial que se vuelve cada vez menos clara conforme avanza hacia el terreno de lo esotérico. Hay un particular grupo de policías locales abocados a la tarea, suena la música del Sergio Denis de los ’70 cual si fuera Angelo Badalamenti, incluso hay un hombre sin un brazo o un baile de ensueño que recuerda al del Hombre de Otro Lugar. Y la comparación se hace completa ante la idea de un mal sobrenatural que corrompe a los hombres y los posee, uno que se contagia y que lleva a cometer atrocidades.

En lo que se refiere a lo técnico, el trabajo es sublime. No sorprende la calidad de un director de fotografía como Julián Apezteguia (El Ángel, El Clan, El Otro Hermano) y con Muere, Monstruo, Muere confirma su presente como uno de los más virtuosos en la escena local. Hay enorme riqueza visual en cada plano, con un ojo quirúrgico para obtener imágenes espejadas de un absoluto equilibrio, reflejos que exploran esta suerte de dualidad inherente al hombre.

El rodaje se dio en un territorio inhóspito, cuya descomunal belleza se absorbe a través de una lente hambrienta y voraz. Como un juicio de valor sobre el mundo en el que se desarrolla, no abunda la luz y los colores son bien definidos, pero opacos. Esa oscuridad no se percibe como un problema para nuestros ojos, ya que sea por medio del fuego, del brillo de las bengalas o la luz natural, hay una armonía que no se quiebra. Ese festín visual tiene su complemento con un sonido prácticamente impecable –quizás fui yo, pero hay algunos diálogos que no se entienden al 100%-, lo que termina por generar una experiencia corporal plena. Muere, Monstruo, Muere se mete bajo la piel y crece. Nos arrastra a un viaje surreal en el que se prefiere cultivar interrogantes antes que ofrecer respuestas.

Lejos de un procedimental lineal, Alejandro Fadel indaga más profundo y ciertamente puede resultar algo frustrante el no terminar de asir mucho de lo que se ve o, sobre todo, lo que se escucha. Ese gran actor que es Esteban Bigliardi usa un tono monocorde y un discurso engolado para sumergir a los investigadores –y al público- en un mar de planteos abiertos a interpretación, con la muerte como la absoluta certeza. Los monólogos filosóficos o sus teoremas geométricos chocan y confunden, alimentados por un cineasta que no tiene intención de masticarnos explicaciones. El destino puede no ser del todo claro, pero maravilla el camino que nos lleva a él, imponiéndose la experiencia corporal a la que se nos somete.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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