Crítica de The Call of the Wild / La llamada de lo salvaje

Cuenta la historia de Buck, un perro bonachón cuya vida cambia de la noche a la mañana cuando su dueño se muda de California a los exóticos parajes de Alaska, durante la fiebre del oro.

Lo que arrancó con la veracidad extrema del CGI en The Lion King (2019), en esta entrega se consagra. Disney logra enamorarnos una vez más. Aun cuando recurre, de nuevo, a la ecuación animales, naturaleza y lecciones de vida.

The Call of the Wild (La llamada de lo salvaje) nos presenta a Buck, un perro mezcla de San Bernardo y Collie inicialmente domesticado, pero cuya torpeza no puede contener ni la casa más amplia de un señor juez. Perro que no necesita hablar porque su mirada y lenguaje corporal lo dicen todo. El secreto de su veracidad se basa en la técnica del escaneo de perros reales -sí, tuvieron un casting y todo-, que recomendaron los encargados de la animación, dado que iniciar con uno desde cero ya arrastra problemas, algo que se combinó con el trabajo de captura de movimiento a cargo de Terry Notary (Avengers: Endgame).

El resultado es una especie de Eight Below (Rescate en la Antártida): manadas, amos que entienden el poder del hábitat natural, pero mucho menos trágica y sin las condiciones climáticas del frío extremo, dado que fue rodada en Los Ángeles donde las pantallas verdes abundaron por doquier. La película tiene como escenario principal Alaska y la zona de Yukón, donde el oro crece como pasto.

Ese es el principal motivo por el cual Buck llega a esa zona tan alejada de su hogar. Su primer desafío es acoplarse a la manada encargada de repartir el correo por esos lares, guiados por un Omar Sy (Intouchables) sumamente empático como un Perrault que dirige en inglés e insulta en un francés indescifrable. Cara Gee, a quien vemos con un traje muy esquimal, vive sermoneando a su compañero de entrega con que los perros no entienden las palabras del hombre.

Y si de comunicación se trata, hagamos una parada porque es uno de los mayores logros de la película. Diálogo justo y necesario porque no hace falta más. Las criaturas hablan sin decir o emitir ladrido. Hablan los lazos, hablan los pelajes cuando se erizan de miedo. Como ocurre en la novela adaptada de Jack London, una tercera persona está encargada de la narración. Como si fuera la conciencia de Buck, esta voz en off nos cuenta todos sus altibajos de ánimo en este viaje donde deja de ser mascota. El tono profundo se condice con las grandes dimensiones del can, acorde a su porte.

Este «guion escaso», acompañado con música celta y esas melodías que inmediatamente nos remontan a los paisajes frondosos de Disney, recorre toda la línea narrativa en la que no hay grandes puntos de quiebre. Lo que conlleva a sentir la duración pasada la mitad del film, dado que abundan los paisajes a lo National Geographic: auroras boreales, vistas montañosas en estado puro, y el curso de la acción se vuelve lineal y predecible. La esencia de la película fue vista varias veces pero, de nuevo, ¿quién puede resistirse al encanto cuadrúpedo?

Buck es obligado a dejar a su familia para encontrar a su jauría y así poder hallarse a sí mismo. En el camino aprende que el liderazgo se gana no por intimidación sino por carisma, por códigos. Conoce otro tipo de vínculo con un amo alejado de la sociedad, con el que cruza camino varias veces hasta compartir hogar. Hablamos de John Thornton, interpretado por un barbudo y algo abandonado Harrison Ford, quien luego de perder a su hijo se recluye en el bosque. Personaje que nos recuerda el uso responsable de los recursos naturales, más en específico del metal precioso que hace perder la cordura a todos. Su personaje se limita al uso estricto y justo para cubrir las necesidades. Mientras que en todas sus apariciones el personaje de Dan Stevens encarna la sed de poder y riqueza, con un bigote que enseguida nos indica que es de los malos.

Es una película para ver en familia, para entrar y salir de la sala reconciliados con ese alguien que andaba poco inspirado con la rutina de todos los días. Sin duda vas a salir queriendo a abrazar a tu mascota, eso también.

El personaje será un perro, pero la búsqueda de la verdadera identidad atraviesa a cualquier mamífero. Ese llamado a lo salvaje no implica ferocidad sino recuperar el instinto, lo que vuelve a cada especie única. Como nos enseñó Tierra de Osos, en otro tipo de animación: conectar con los ancestros para saber de dónde venimos y reforzar lo que somos.

 

 

 

 

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Carla Alomar

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