Crítica de Todo lo que veo es mío

En 1918 y con algo más de treinta años, Marcel Duchamp ya es conocido en Nueva York y París por una obra irreverente y provocativa. A mediados de ese año, ante el agravamiento del clima bélico, él decide tomar distancia y parte desde Estados Unidos hacia un destino más sereno y pintoresco: la ciudad de Buenos Aires.

En una habitación muy pequeña de un barco, un hombre joven de aspecto vívido quita de la pared un mapa enmarcado. Lo siguiente que hace es extraer dicho mapa de su marco y apoyarlo sobre un escritorio, contempla pensativo el papel hasta que lo firma con tinta en una esquina inferior, lo vuelve a enmarcar y lo lleva de nuevo a la pared. La firma reza «Marcel Duchamp», y ese atrevido gesto fue el que catapultó el inicio del arte conceptual porque ¿cómo no haber escuchado acerca del urinario que el francés firmó como R. Mutt? ¿Los famosos ready – made? Esta es la historia sobre Marcel Duchamp y su estadía en Buenos Aires, dirigida por Mariano GalperínRomán Podolsky, en un film tan peculiar como el propio artista.

En 1918, el mencionado artista llegó a Buenos Aires mientras Europa era asolada por la Primera Guerra Mundial. No existe mucha información acerca de sus actividades en el país, sin embargo, Todo lo que veo es mío presenta una ficción abordada desde la pantomima, con poco diálogo y en blanco y negro, donde las acciones se suceden casi sin lógica alguna. De forma entretenida, bordeando la comicidad y quitando toda solemnidad, los directores manifiestan el mundo interno del otro y su «juego» con la realidad que lo rodea.

La monocromía fotográfica se apoya a la vez en planos de extrema estaticidad y gran cantidad de ralentís, lo que lleva a describir una atmósfera de irrealidad, de un mundo aislado -confinado a la casa de Marcel y su compañera Yvonne- en donde lo único que es de relevancia primordial es la diversión, el arte, la filosofía y el ajedrez. Dentro del dadaísmo siempre presente en todo el concepto del film, a la vez se denota cierto «documentalismo» y costumbrismo con el cual Duchamp se relaciona de las formas más irreverentes.

Con el paso de los minutos, tal construcción de un determinado clima puede resultar cansina y es ahí cuando, cerca del final, Duchamp sale a las calles porteñas para, a partir de allí, llegar hasta la máxima explosión de impulsos, instintos y creatividad. Una especie de «viaje espiritual» que le otorga mucho aire fresco al relato. Todo lo que veo es mío no resulta un film difícil de ver, aunque aún así obliga a dejarse llevar y entrar en la poética que ofrece, para lograr un disfrute pleno. Galperín y Podolsky logran una perfecta mezcla entre una suerte de documental, con ficción y arte dadá, y de esa forma un gran homenaje para el polémico y genial Marcel Duchamp.

 

 

 

 

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Matías Carballa

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